En primer lugar cabe destacar, por mi parte, que pienso que la institucionalización de la adopción es un mecanismo monopolizador por parte del Estado de la solidaridad, que en todo caso debería emanar de los individuos, por tanto no debe ser el Ente Público el encargado de velar por los menores en desamparo sino particulares, bien dedicados exclusivamente a ello o bien de forma altruista si su fuero interno lo habilita para ello. Es de vital importancia, pues, que se traduzca dicha voluntad en patrimonio, pues de lo contrario estaremos hablando de una patria potestad necesaria, que no voluntaria, es el patrimonio un mecanismo de expresión de la voluntad de altruismo, pues que es la fracción de privacidad de la que el individuo puede disponer libremente, como límite a la exposición de su privacidad.
Obviamente los sectores más colectivistas de la sociedad y la política se preocuparán de establecer baremos de moralidad, ya que resulta inaceptable entender este modelo adoptivo como un “mero comercio” de seres humanos, pero el problema, en mi opinión, es que los límites del empleo del caudal económico de las personas no siempre tienen un destino vulgar, dicha idea ha sido introducida casi sin darnos cuenta en nuestras conciencias a través de las vertientes colectivistas de carácter socialista, es fácil hablar de moralidad cuando el sistema debe ocuparse de establecer los caudales necesarios para proteger la integridad del menor. En sí mismo, el declive de la idea del comercio como el máximo exponente de las relaciones humanas viene de la mano con el declive de la posición objetivista-liberal en nuestro continente.
Partiendo de esta premisa veo conveniente señalar que de la institución de la patria potestad deben emanar derechos y obligaciones en ambos sentidos, puesto que de lo contrario y considerando la contratación como máximo exponente de la relación entre voluntad y sujeción a obligación libre y sin coacciones, estaríamos ante una relación jurídica desequilibrada. El otro término reside en el interés del menor, materia de ejercicio de esta misma institución y al mismo tiempo una incómoda realidad social delegada a los órganos jurisdiccionales. El subjetivismo jurídico nos exige evitar considerar a una persona como objeto, sin embargo hoy día el hecho de privar a un sujeto con capacidad jurídica de su capacidad de obrar obliga al sistema a utilizar su voluntad de facto como un mecanismo retorcido para tratarla como mero objeto, ahora bien, de acuerdo con la costumbre y la sujeción normativa que le es impuesta.
Pero es que el Derecho, por mucho que nos empeñemos, debe regular la realidad biológica como un presupuesto fáctico, y en base a ella crear los convenientes artificios para situar a los sujetos de Derecho en plena igualdad jurídica. ¿Acaso no resulta incómodo, pues, que exista un mayor privilegio jurídico “a priori” a favor de las parejas, y más concretamente a aquéllas que sí tengan la capacidad natural de concebir? Aquí es donde el iusnaturalismo racionalista se nos inmiscuye para entender que la adquisición de la personalidad jurídica es un hecho, del cual se deriva necesariamente un vínculo natural a favor del sujeto capaz de alumbrar, que a fin de cuentas no es sino la madre, pues el Derecho no se ocupa siquiera de la concepción, sino de una regla de viabilidad natural que bien puede resultarnos inaplicable en los tiempos que corren.
La desigualdad natural nos sitúa, a este término, en un callejón sin salida, debemos entender que todo aquello que no sea un alumbramiento natural excluye de la constitución natural de la institución de la patria potestad, y ello conlleva que el carácter de toda aquella relación paterno-filial debe realizarse siempre desde la solidaridad, y aquí va mi pregunta, ¿por qué el eventual egoísmo natural que pueda surgir de un alumbramiento natural le está vedado a las parejas que, por circunstancias naturales, no tengan la capacidad de sujetarse voluntariamente a este tipo de institución?
El Estado espera un determinado comportamiento de los individuos, y en este caso se aprovecha, a través del control social y de la moralidad colectiva, de aquellas parejas que resulten desfavorecidas, y a este respecto se añaden dos posturas: el proselitismo socialista hacia aquellas personas que vean restringida su igualdad fáctica y la intransigencia de la moralidad cristiana al respecto, por no hablar de las numerosas medidas legislativas cautelares en términos de bioética, que en mi opinión no es más que una bio-moralidad pretenciosa. En primer lugar, la postura socialista al respecto es chantajista, pues a través de su colectivismo pretende aprovechar la situación para imponer una progresiva moralina, que radica en una libertad con condicionantes, supeditada social y patrimonialmente al concepto del “bien superior”, de nuevo se nos excluye del derecho a ser egoístas.
A este respecto cabe señalar la intransigencia de las distintas ideologías, que en mi opinión se han olvidado de los principios individualistas para erigirse como los mejores defensores de los derechos de “todos y todas”, o de “los españoles”, pero en ningún momento de “cada uno de nosotros”. A este respecto cabe denunciar el engaño de la izquierda, así como la estrechez de miras que el abandono de la fe a favor de un modelo racional-objetivista que tantos problemas supone en la derecha moralista. Hoy día nadie respeta los valores negativos, parece que todo el mundo está de acuerdo en que las personas con interés egoísta, que no tendríamos por qué hacer daño a nadie, logran con su actitud un abandono de esta solidaridad que se nos impone día a día. El interés del menor deberá prevalecer, pero el interés de los padres o de los futuros padres deberá por lo menos reconocerse, y mucho menos delegar a base de intrusismos en la intimidad un orden de preferencia que fácilmente podría suponer una desigualdad ante la ley, y todo esto desde el aparato social y sociológico que han creado los Gobiernos de los últimos años.
Respecto de la maternidad subrogada cabe destacar que hoy día no se respeta la máxima autonomía en la voluntad de los individuos sobre sí mismos y sobre su “objeto”, si queda prohibido este tipo de contratación esto es porque resulta inmoral, ya que en ningún caso se ofrece una argumentación jurídica sólida al respecto. Miles de civilistas se llenan la boca con los adjetivos “intransmisible”, “inalienable” o “irrenunciable”, que acompañan a la patria potestad y suenan tan grandilocuentes como la omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia del Altísimo, mucho me temo que se percibe cierto ánimo de “paladín” en estas afirmaciones, con la obvia intencionalidad de controlar la moralidad pública basándola en derechos sociales.
No pienso que el Estado deba asegurarse del correcto ejercicio de la patria potestad por parte de los padres hacia sus hijos, en sí debería limitarse a ofrecer los mecanismos jurisdiccionales para que ésta pueda ser revisada en caso de que así lo muestre la evidencia, pero siempre desde un plano estrictamente penal. Al mismo tiempo, la planificación familiar es necesaria, respetando en todo momento la voluntad de los padres, pues poco sentido tiene una irrenunciabilidad en términos de previsibilidad de un mal ejercicio de la patria potestad, ¿qué sentido tiene que el poder público obligue arbitrariamente a asumir una institución que por circunstancias personales no se está capacitado para asumir?
Si partimos del principio de autonomía de la voluntad, debemos entender que la carga que una persona con plena capacidad de obrar, o bien limitada en los casos en los que la sociedad así lo estime, es la base para la relación jurídico-objetiva, pero también lo debe ser la relación parental, bien a este respecto el mero hecho de ser mujer supone una potencial obligación, resquicio en mi opinión de momentos históricos en los que no se respetaba la libertad como conditio sine qua non para el “derecho a obligarse”. Yo entiendo las relaciones entre parientes como relaciones jurídico-subjetivas, y por ello debe ser necesaria la existencia de un sistema capaz de garantizar la autonomía de las voluntades, y ello implicaría necesariamente la renunciabilidad de la patria potestad por parte de los padres biológicos, sin que ello suponga una acción de impugnación, simplemente que de esta renuncia se obligue la sustitución de los sujetos de dicha institución.
Para concluir, es en mi opinión a través de la adopción por donde se observan los mayores resquicios de control social difuso, la presuposición de que el interés del menor debe anular cualquier relación jurídica en sentido horizontal es al mismo tiempo un modo retórico de transformar un bien protegido en un trato objetivo de un titular de derechos y obligaciones. El Derecho debería reconocer el interés egoísta de los padres a tener descendientes, así como el espontáneo interés altruista para desmembrar un sistema de adopción observante para llegar poco a poco a un modelo de Estado en el que las relaciones entre los sujetos de Derecho vayan adquiriendo más autonomía y menos intervencionismo por parte de éste.